Ahora me encuentro en el grupo de los de la Tercera Edad. Pero recuerdo que cuando tenía menos, tal como unos ocho o diez años, iba a la escuela tan sólo cuando llovía, el resto ayudar en las faenas del campo. Por eso, para todos, la vida se hacía dura de caray.
Como para la mayoría de los vecinos, la cantidad de fincas a labradío eran insuficientes para producir trigo, se roturaba (cavaba) monte a mano, a fin de conseguir incrementar la cosecha produciendo centeno, cereal que mejor soportaba las alturas y la baja calidad del terreno.
“A cava no Chao”. “Repoñendo forzas”
11-07-62
11-07-62
Esta labor daba comienzo en el mes de mayo, por ser éste un proceso lento y muy duro.
Todo el monte de San Vicente era comunal y estaba dividido por zonas. Citando algunas como: Os Chalinos, A Fonteseca, O Rego Carballo, As Fiosas, A Rocha, Miravales, Ferreira, As Chairas, etc. Todas estas zonas estaban cercadas por “balados” (muros de tierra con vegetación). Cada año se elegía una zona que estuviera bien regenerada, ya que, después de la producción de un año, necesitaba varios para reponerse.
A todo esto se reunían los vecinos para solicitar finca. Elegían la zona y la dividían en parcelas proporcionales a la propiedad que cada uno tenía. Se colocaban las “mugas” (marcos) en los dos extremos (fondal y cabecea) y con la “anxada” a cortar cuadros de cuarenta por cincuenta centímetros y darle vuelta doblados y de pie para que así se secaran correctamente, con la tierra para fuera y la maleza (tojo) hacia dentro. Y así de sol a sol hasta terminar sobre el mes de junio, tiempo para aterrar el maíz continuando con la siega de la hierba (seca), recolecta de los cereales (trigo, avena, centeno) con el trabajo que todo esto conlleva.
Y llega el tiempo de la quema “da roza” (la roturación que se había hecho del monte) a principios de septiembre. Estos cuadros doblados y secos, se apilan en “moreas” alargadas o montones de seis o siete “tarrós” y no muy distantes, a fin de extender luego la ceniza de una forma uniforme. La herramienta que se usaba para este trabajo era muy variada. Unos lo hacían con un “galleto” de hierro con mango de madera, otros con un “gadaño” de dos dientes aprovechando la pendiente del terreno para aproximarlos al montón; no faltaban quienes lo hacían con las manos ayudados de una hoz. Había para todos los gustos. A manera que se iban amontonando, se les prendía fuego. Era muy importante tener en cuenta dos cosas: Primero, fijarse en la dirección del viento reinante para que no molestara el humo ya que, al ser la combustión sin llama, menuda humareda se llegaba a formar. Y segundo, los montones que se iban a quemar deberían de quedar suficientemente separados del resto del monte para evitar incendios.
Para que se consumiera totalmente esta quema, era necesario que transcurrieran dos o tres días. Y si durante este tiempo no llovía, se mantenía el calor hasta el cuarto o quinto día.
Las cenizas de esta quema se llamaban “borrallo” y era el único abono que se usaba para luego hacer la siembra del centeno a final de octubre más o menos.
Germán y Javier Chao Falcón cavando en el Sudial en San Vicente
04-07-63
04-07-63
En todos los trabajos agrícolas la suciedad estaba a la orden del día, pero éste en concreto era el que más. Por un lado teníamos el calor del sol y el esfuerzo que te hacían sudar a gota gorda. Por otro, el polvo constante que provocabas al mover toda esa tierra seca, se te metía hasta los sobacos y los pulmones. Y no hablemos del olor a humo, que por mucho que se intentara evitar, apestabas a él y te picaban los ojos, como para no dejarte descansar por la noche. Y todo esto ocurría día tras día hasta que se terminaba la faena.
Así eran las vacaciones de antaño. Todavía no se había terminado un trabajo, ya estaba otro puesto a andar, en un verano corto, salpicado de chubascos, nieblas y otros contratiempos atmosféricos, con los que tenías que jugar para que no se te echara a perder el trabajo y la cosecha.
A todo esto, el dicho de “Cualquier otro tiempo pasado fue mejor”, no sé para quién.
Ángel Chao Falcón
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